Finalizamos hoy una nueva semana de trabajo. Es otra vez viernes y por ello acudimos fieles a la cita que mantenemos con los opositores desde 2015, año en que comenzamos nuestro ¡Ponte a prueba!, el reto amable y sencillo con el que acompañamos a las nobles y esforzadas personas que preparan las oposiciones de Lengua Castellana y Literatura para que tengan un banco de pruebas en el que comprobar su capacidad y competencia para afrontar la siempre temida prueba del comentario de texto. Pueden participar en el acertijo todas las personas de ambos hemisferios que aman nuestra lengua milenaria y su literatura.
La propuesta de la semana: un texto repetido
Hoy traemos un género discursivo que no aparecía antes de 2018, pero que se ha repetido en las últimas convocatorias de oposiciones de Lengua y, por tanto, puede volver a aparecer este año y también en 2025. El texto ofrece alguna pista sobre su autoría, pero creo que resultará difícil acertar este aspecto. Bastará, por tanto, con señalar el género y, sobre todo, este texto ha de servir para avisar a los opositores para que estén atentos al género por si volviera a aparecer.
¿Cómo participar?
Participar es útil porque nos plantea el reto de posicionarnos públicamente con nuestro juicio acerca del texto, lo que nos acerca más a la situación de tensión que viviremos realmente el día D que si simplemente nos limitamos a leer el texto y meditar su solución sin manifestar nuestra opinión. Así pues, animamos a la participación porque los experimentos, como este, se hacen con gaseosa. Para participar, puedes escribir un comentario en la página de Facebook de opolengua.com hasta el domingo por la noche. Solo hay una norma: no consultar internet para resolver el enigma, pues el día D no podremos acudir a ninguna fuente de información. Nosotros daremos la solución del reto y la lista de acertantes el lunes.
Y nada más por hoy. Feliz fin de semana. Saludos y ánimo.
Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas —que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado «el tercer hermano Grimm»—, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego —como está mandado—, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: «Érase una vez…» y habían dejado la televisión para escucharlas.
Yo no había cumplido los once años cuando estalló la Guerra Civil española. Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas. No es raro, pues, que yo me permitiera, años más tarde, definir esa generación a la que pertenezco como la de «los niños asombrados». Porque nadie nos había consultado en qué lado debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime Salinas. Yo, ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud; no condensada, como hasta aquel momento, en unas palabras —«el abuelito se ha ido y no volverá…»—, sino a través de la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el terror más indefenso: el de los bombardeos. Y aquellos cuentos, aquellas historias «impropias para niños», añadieron en su ruta interna de niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más atroz que los cuentos de hadas.