Comenzamos una nueva semana de intenso trabajo que nos conduce al día D. Resolución de dudas (que siempre nos asaltan en las últimas semanas), repasos de los temas, revisión de los comentarios realizados durante el curso, puesta a punto de la exposición oral… ¡Hay tantas cosas que hacer y faltan tan pocos días! ¡Pero podremos con todo! Claro que sí. Pero hoy es lunes y eso quiere decir que es el día en el que publicamos la solución de nuestro reto semanal, el ¡Ponte a prueba!, el acertijo con el que acompañamos desde 2015 a las personas que preparan las oposiciones de Lengua Castellana y Literatura en su prueba de comentario de texto.
Ya decíamos el pasado viernes que el texto planteado era una lectura apasionante y posible, pues su autor ha aparecido en las oposiciones en varias ocasiones y son varias obras suyas las que han sido lectura obligatoria para nuestro alumnado a lo largo de las últimas décadas. Se trata de uno de los escritores más importantes en lengua española del siglo XX y su obra ha entrado con toda seguridad en la historia de nuestra literatura. Como siempre, nuestros seguidores han mostrado su competencia literaria. Así, Lidia Parra González lo adscribe acertadamente al género narrativo y Sara Piélagos Martín, Lydia P García y Rafael Robledo Simón hacen pleno al reconocer la obra y su autoría. ¡Enhorabuena a todas ellas y oja
Y es que efectivamente, se trataba de un fragmento del famoso Relato de un náufrago (1955) de Gabriel García Márquez (1927-2014), texto periodístico novelado que se publicó por entregas en El espectador y luego fue publicado como relato.
Y nada más por hoy. Saludos y ánimo. ¡A por la plaza!
Luis Rengifo me preguntó la hora. Eran las once y media. Desde hacía una hora el buque empezó a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los alta- voces se repitió la orden de la noche anterior: «Todo el personal ponerse al lado de babor», Ramón Herrera y yo no nos movimos, porque estábamos de ese lado. Pensé en el cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes había visto a estribor, pero casi en el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con su mareo. En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue. Aguanté la respiración. Una ola enorme reventó sobre nosotros y quedamos empapados, como si acabáramos de salir del mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el destructor recobró su posición normal. En la guardia, Luis Rengifo estaba lívido. Dijo, nerviosamente: -¡Qué vaina! Este buque se está yendo y no quiere volver. Era la primera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. Junto a mí, Ramón Herrera, pensativo, enteramente mojado, permanecía silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego, Ramón Herrera dijo: -A la hora que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero en cortar. Eran las once y cincuenta minutos. Yo también pensaba que de un momento a otro ordenarían cortar las amarras de la carga. Es lo que se llama «zafarrancho de aligeramiento». Radios, neveras y estufas habrían caído al agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese caso tendría que bajar al dormitorio, pues en la popa estábamos seguros porque habíamos logrado asegurarnos entre las neveras y las estufas. Sin ellas nos habría arrastrado la ola. El buque seguía defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba más. Ramón Herrera rodó una carpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande que la anterior, volvió a reventar sobre nosotros, que ya está- bamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza con las manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después carraspearon los altavoces. «Van a dar la orden de cortar la carga», pensé. Pero la orden fue otra, dada con una voz segura y reposada: «-Personal que transita en cubierta, usar salvavidas». Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidas con la otra. Como después de cada ola grande, yo sentía primero un gran vacío y después un profundo silencio. Vi a Luis Rengifo que, con el salvavidas puesto, volvió a colocarse los auriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente el tic-tac de mi reloj. Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía. Calculé que debía faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El buque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola. Sentí que la nave se iba del todo y que la carga en que me apoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una fracción de segundo, y el agua me llegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, vi a Luis Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. Entonces el agua me cubrió por completo y empecé a nadar hacia arriba. Tratando de salir a flote, nadé hacía arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguí nadando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la carga, pero ya la carga no estaba allí. Ya no había nada alrededor. Cuando salí a flote no vi en torno mío nada distinto del mar. Un segundo después, como a cien metros de distancia, el buque surgió de entre las olas, chorreando agua por todos lados, como un submarino. Sólo entonces me di cuenta de que había caído al agua.